La obra by Émile Zola

La obra by Émile Zola

autor:Émile Zola [Zola, Émile]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1885-12-31T16:00:00+00:00


VIII

Finalmente, tras haber dado Christine su último plumerazo, estuvieron instalados. El estudio de la rue de Douai, pequeño e incómodo, estaba constituido sólo por un estrecho cuarto y una cocina no más grande que un armario: había que comer en el estudio, lugar donde hacía su vida la pareja con el niño enredando por en medio. Y ella había tenido mal que bien que sacar partido de sus cuatro muebles, pues quería evitar gastos. No obstante, tuvo que comprar una vieja cama de ocasión, cedió incluso a la necesidad suntuaria de tener unas cortinas de muselina blanca, a siete sueldos el metro. A partir de entonces, encontró aquel cuchitril encantador, se puso a mantenerlo con un decoro burgués, decidida a hacerlo todo por sí sola y a prescindir de sirvienta para no verse obligada a cambiar demasiado su vida, que iba a ser difícil.

Claude vivió estos primeros meses en una excitación creciente. Las caminatas, en medio del tumulto de las calles, las visitas a casa de sus amigos con sus encendidas discusiones, todas las rabietas y las ideas incendiarias que traía de fuera le hacían apasionarse en voz alta, hasta en sueños. Volvía a llevar a París en la médula de los huesos, con entusiasmo; y, en plena llamarada de esta hoguera, era como una segunda juventud, un entusiasmo y una ambición de desear verlo y hacerlo todo, conquistarlo todo. Nunca había sentido tal ansia por trabajar ni una esperanza semejante, como si le hubiese bastado con alargar la mano para crear las obras maestras que le situarían en el rango que le correspondía, el primero. Cuando atravesaba París descubría cuadros por doquier; la ciudad entera, con sus calles, sus vías públicas, sus puentes, sus horizontes llenos de vida, se desplegaba en frescos inmensos que juzgaba siempre demasiado pequeños, embriagado por la idea de unas obras colosales. Y regresaba temblando, hirviéndole la cabeza de proyectos, haciendo croquis en trozos de papel, por la noche, a la luz de la lámpara, sin ser capaz de decidir por dónde empezaría la serie de las grandes obras que soñaba.

Se le planteó un serio obstáculo ante lo pequeño de su estudio. ¡Con sólo que hubiera tenido su antiguo altillo del quai de Bourbon, o bien incluso el amplio comedor de Bennecourt! Pero ¿qué hacer en aquella estancia alargada, un pasillo, que el propietario tenía la desvergüenza de alquilar a cuatrocientos francos a pintores, tras haberla provisto de una vidriera? Y lo peor era que aquella vidriera, que daba al norte, encajonada entre dos altos muros, no dejaba pasar más que una luz verdusca de sótano. Tuvo, pues, que dejar para más tarde sus grandes ambiciones, decidió abordar primero unas telas de tamaño mediano diciéndose que el genio no dependía del tamaño de las obras.

¡Le parecía tan bueno el momento para el éxito de un artista con agallas, que aportara por fin una nota de originalidad y de franqueza a la decadencia de las viejas escuelas! Ya las formas de expresión del inmediato ayer se



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